lunes, 7 de enero de 2013

EL VERDADERO AMAR (Capitulo II)


LOS HÁBITOS DEL CURA


-Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor!

Pronuncio estas palabras inmediatamente después de levantar la hostia en el altar. Era mañana de domingo,  y como de costumbre la iglesia estaba repleta de feligreses. Cientos de fieles acudían a escuchar la santa misa el primer día de la semana litúrgica. El era el defensor del pueblo; su autoridad moral. Significaba la voz calificada y firme de todos aquellos que estaban condenados a callar; de aquellos destinados a guardar silencio. Como toda figura que despierta pasiones, algunos le querían a rabiar,mientras que otros le desdeñaban, pero todos en absoluto y sin excepción le respetaban; por eso también su homilía dominical se convertía en una de las noticias mas comentadas del pueblo de lunes a sábado.   

-Señor, no soy digno(a) de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastara para salvarme! 

 Escucho la invocación que la multitud le dio como respuesta y procedió a simbolizar la fracción del pan en la ultima cena. La iglesia no era en realidad tan espaciosa como se veía; este resultado era fruto de una adecuada decoración. Todo estaba colocado en su justo lugar. Con una curiosa forma de ''V'', el altar se ubicaba en la intersección de ambas lineas y en el centro quedaban un par de oficinas, aposentos, la cocina, y un almacén. También había un pequeño salón cuadrado donde las monjas solían orar, y donde los martes y jueves se ofrecían clases de catecismo. Tenia capacidad para doscientas cincuenta personas cómodamente sentadas, pero desde la llegada de este ultimo sacerdote al pueblo procedente de la amazonas, se apostaban en aquel recinto, trescientas cincuenta, y hasta cuatrocientas almas.
Con una mirada al pianista aprobó el inicio de la música; tomo el recipiente que contenía las hostias, dio un par de pasos al frente y dio por inaugurado el sacramento de la comunión.

-Este es el cuerpo de Cristo- decía mientras depositaba el pan sin levadura entre los fieles que se le acercaban.

Cuando le llego su turno de comulgar, ella no extendió su mano como hacían todos. Cerro los ojos y abrió suavemente la boca a la espera de recibir su ración salvadora. Una mano coloco con mucha delicadeza aquel trozo redondo sobre su lengua; y luego se desplazo a través de su rostro como dibujando una cruz. Levanto los parpados y se quedo unos segundos inmóvil como esperando otro desenlace de aquel sagrado momento. Profanando los escasos segundos   













   

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